Santorini (Grecia): 06 de Noviembre del 2012
Fira, capital de la isla de Santorini, es la atalaya que nos permite asomarnos, con sus vistas, al paraíso griego. Sus pueblos blancos sujetados entre los acantilados, descansan a los pies del Mar Egeo, donde según cuenta la leyenda fue engullida sin piedad la mismísima Atlántida. Claro que eso es lo que cuentan de otros lugares, pero quizás este tiene todas las papeletas para cantar bingo.
La isla griega de Santorini es famosa por sus puestas de sol. Siempre que pienso en su orografía imagino un croissant tostado, que ha sido achatado por la parte de fuera y que lo han puesto mirando hacia el oeste. Además para hacerla más deliciosa, la han espolvoreado con dulces pueblos blancos. La mejor forma de comerte esta isla de distancias amables es coger el autobús a buen precio y si lo has perdido, un taxi, aunque estos son muy caros.
¡Lástima!, se nos ha escapado el autobús por muy poco. Mientras tanto, entre siete nos ponemos de acuerdo para pillar dos taxis y visitar la ciudad de Oia, el último pueblo de la isla, el más tranquilo y quizás el más bonito. Nos tomamos una cerveza nada más dejar el funicular. Después de unas risas trincamos dos taxis, desde nuestro coche observamos este excepcional balcón natural, los pintorescos pueblos y casas aisladas que se asoman al abismo. Podemos divisar el mar, invadiendo la caldera y su imponente cráter que emerge y que dice “mira lo que hice hace 2000 años, de modo y manera que aquí mando yo”. Apenas hacía una hora nos bañamos en sus aguas tibias de olores a hierro y azufre. Carmela parodiando a Hugo Chavez, con acento venezolano dijo: “¡Esto huele azufre, aquí ha estado el diablo, chico!”
Sonia, Fernando, Carmela y yo ponemos la vista en la carretera, ya que el chofer, tal como simula Sonia con sonidos guturales, derrapa por las curvas y contracurvas una y otra vez. Las caras de pánico y risas de los cuatro se generalizan por los nervios que ocasiona el precipicio y a la vez la situación nos divierte. En lo alto se divisa el agua mansa y cristalina, que se esconde de la carretera tras un muro realizado por la mano del hombre y debajo, el abismo. Lo único que rompe el silencio, es el ruido del motor del vehículo, nuestras carcajadas y las del mismo conductor. “Para vernos matao, vamos”.
Llegando a Oia, la punta norte del croissant, empezamos a sentir la ligera agitación de las pequeñas ciudades. Por suerte, aparcamos con facilidad nuestro taxi. Una hora de espera es lo convenido con el chofer para la vuelta y si no, se queda sin los 40 eurakos.
Paramos el vehículo en el mismo centro. La ciudad es un laberinto de cal, retocado con azul a pincel, en marcos de ventanas, a brocha en puertas, a rodillo en cúpulas de iglesias. Inevitablemente paseamos hasta que divisamos los molinos o el acantilado dice “basta”, sin poder dar ni una zancada más. El mar queda bajo nuestros pies, a 300 metros. Sin llegar a dar ese paso fatal, nos hicimos fotos: Teresa, Josep, Cristina, Carmela y un servidor, Manuel. Sonia y Fernando fueron más acertados y se metieron en un restaurante o bareto, para degustar una musaca con vino tinto de la tierra y contemplar las vistas tan maravillosas que la naturaleza ponía bajo sus pies: “la caldera”.
Poco a poco, nos dirigimos a su mirador, atravesando el rompecabezas blanco y azul de casas e iglesias ortodoxas, que de nuevo sin vértigo sobrevuelan el Egeo.
En el mirador, nos encontrábamos con algún que otro turista que conocimos de la cena del primer día de llegada y, que abandonamos al principio de la jornada.
Por muy temprano que se llegue, siempre algún viajero japonés ya ha plantado el trípode de su cámara en el lugar perfecto para cazar la mejor puesta de sol. El momento crucial se acerca, los más perezosos que llegaron tarde y quedaron mal situados intentan avanzar posiciones disimuladamente. La postal merece la pena: el pintoresco pueblo blanco salpicado de azules, los molinos de viento señalando al Egeo y, el rayo de sol final que roba el último soplo de vida al color oscuro de la roca, para dárselo en forma de rojo al horizonte. Finalmente el sol se pone y la gente aplaude, en parte por la belleza del espectáculo, en parte liberada de la espera, o al menos eso creo yo…, ¡cuanta imaginación por Dios!.
Volvemos a Fira y esta vez nos adentramos por las calles angostas repletas de tiendas, cuidando con gusto las cosas mostradas de los diferentes escaparates. Continuamos hasta llegar al escalón quinientos ochenta y ocho desde Fira hasta su pequeño puerto. La bajada es agradable y los asnos que pululan, tantos como escalinatas, nos dan compasión al ver el tremendo esfuerzo que deben hacer para ganarse el sustento de cada día. Un hedor de estiércol y orín se mezclan con la tibia brisa salina. ¡”Por fin”!, dice un turista al llegar al escalón primero.
Nos montamos a las 17h en una nave nodriza que nos llevaba de vuelta a nuestro Zenith, para disfrutar de los manjares de la tierra y el mar.
Desde la mesa donde comimos, en el exterior de la cubierta, vimos como la noche comenzó a caer después de charlar con nuestros amigos. Carmela y yo nos fuimos a la popa para mirar como el Zenith se alejaba de la isla. La estreché entre mis brazos con el aire acariciando nuestros rostros. Me imaginé como la gente del lugar se engalanaba, para cenar y salir de fiesta a la capital Fira, donde se encuentran los establecimientos más cosmopolitas de la pequeña isla. En la ciudad de Oia, los amantes se sentarían alrededor de una pequeña mesa en los bares, arropados por la luz de las velas y las estrellas. Al sur, en Perissa Beach, los mochileros se reunirían en garitos para compartir experiencias y cervezas. La noche en Santorini es otra historia, para que la vivan y la cuenten otros.
Manuel